¿Qué harías si no tuvieses miedo?
27 / 08 / 2008
He pasado veranos realmente asquerosos en mi vida, pero el de este año se lleva la palma. Supongo que había puesto demasiadas esperanzas en él, supongo que había puesto demasiadas esperanzas en mi. Por suponer que no quede.
Porque al final no soy tan fuerte, ni tan listo, ni tan valiente. Tengo ganas desde hace tiempo de mandar muchas cosas a la mierda y al final nunca lo hago. Sigo ahí, jugando la partida de ajedrez más ansiosa de mi corta historia, y el problema es que nunca me gustó ese juego.
El último episodio notable de mi vida ha sido realmente revelador. Cuando alguien que apenas te conoce decide -en cuestión de días- que es mejor alejarse de ti porque simplemente lo que le transmites es tensión, preocupación, ansiedad (más todo lo que queráis poner aquí que rime con “ser un puto estresado”) entonces la cosa está clara.
Nunca me he considerado ni el tipo más pasota del mundo ni el más “preocupado” del universo, más bien todo lo contrario: una persona normal con rachas según las circunstancias, según la importancia que le otorgara a los “problemas” en cada momento.
Pero lo de este verano hace ya tiempo que sobrepasó la categoría de “racha”; estoy destrozado física y mentalmente, y en breve tendré que usar la otra mano para seguir contando los meses que hace que no consigo mantener un ciclo de sueño normal durante más de dos días seguidos. Sin ir más lejos, ahora mismo son las tres y pico de la madrugada, y aquí estoy pulsando teclas… con suerte dormiré un par de horas hoy.
Como dije hace unos cuantos posts, lo que ha ocurrido es que se me han juntado muchas cosas en el momento que menos lo necesitaba, pero esa no es la causa última de todo esto, lo sé y no voy a seguir engañándome por más tiempo: todo este estrés es producto de mi miedo.
Sí, mi miedo. El miedo a tomar de una vez las decisiones que me harían salir de mi zona de confort, más allá del umbral del simple esfuerzo puntual para alcanzar un objetivo de no excesiva relevancia en mi vida. El miedo al cambio, el miedo a equivocarme, el miedo a tener razón. Miedo, miedo, miedo.
Resulta irónico acordarme ahora de que al comienzo de este verano envié un email a dos de mis mejores amigos con una pregunta muy simple -¿qué harías si no tuvieses miedo?- para la que yo hasta tenía una respuesta…
Me he limitado a elegir en todo momento la opción más “conveniente” y me he olvidado de escuchar los deseos de mi corazón, de vivir la vida como realmente me gustaría vivirla. Pero resulta que todo tiene un precio, y el de esta pretendida “seguridad” no es otro que el de tener que asumir de manera lenta y agonizante que por este camino acabaré mis días rogando por una vida extra.